junio 26, 2003
I. Instrucción inifalible para mover la ceja de una Reina.
Se requiere un hotel (mínimo 4 estrellas) ubicado a no más de 1 kilómetro del aeropuerto, tres monedas de 10 pesos y la visita próxima del Papa.
Los elementos arriba descritos son irreplazables, pero no bastan. Para alzar, así sean cuatro milímetros, la deslumbrante ceja de la Reina, pedimos a Ud. su valiosa cooperación. Lo único que debe hacer para que ruede esta infalible máquina, es reunir a dos de sus más allegados amigos en el desayunador del hotel, para conversar después de todos estos años. El ejercicio se ha probado en una cantina, en una barra, en un interrogatorio clandestino, en un club hípico, pero nada supera al desayunador de hotel cercano al aeropuerto.
Se verán desconcertados por el punto higiénico y, digamos, femenino, donde los ha sitado. Esto ayuda bastante. El hecho de que ser tres los reunidos pesa más de lo que Ud. se imagina. Es el equilibrio justo entre intimidad y complicidad, según lo afirman reconocidos terapeutas. Se ha comprobado que una reunión de dos termina mucho antes de lo esperado y en ella se comparte muy poco. Una plática entre dos —le llaman pareja esporádica— limita al interlocutor y lo expone a un ping-pong idiomático que sobrelleva echando mano de la improvisación, la astucia y el exhibicionismo. Esto sin menoscabo de las teorías de la convivencia en pareja del Dr Lucifer Gorganzola (Cfr. su obra El carrusel del Yo) y su tesis de la integración mimética.
Entonces, reunirse tres. Cuando se hayan retirado los platos sucios y tenga cada uno su taza de café (válido también: té y cerveza), solicite al mesero una vajilla de porcelana, fácil de obtener en cualquier hotel que se precie, añadiendo un halago que puede ser:
—Hombre, tener a ustedes aquí, no es para menos.
Deje que los meseros remodelen su entorno. Encárgese Ud. de transportar a sus amigos al pasado común, mueva los filamentos de la ausencia y de la nostalgia, nada del otro mundo. Sólo hay que hablar un poco de Manuela, la chaparrita de cabello suelto que esgrimía una sonrisa que tapizaba de diamantes el patio de la escuela y podía verse resplandecer desde cualquier mesabanco del salón. O ennoblecer al fallecido Vicente, que emigró a Texas en los años ochenta y murió en un accidente automovilístico por imprudencia de un chofer de la U-Haul, cuando, al final de una ruda temporada de fracturas y lodazales, recibió el enorme trofeo de campeones que ahora, en sus memorias, se prolonga tres dorados pisos más y parece más alto y más dorado.
Es cosa de minutos. Uno de sus amigos renegará del presente.
—Ésos eran equipos. No como los de hoy.
Introduzca el reto. Ud. les apuesta que con los años han perdido espíritu, que no los cree capaces de mantener la palabra y el honor como lo hacían entonces, cuando eran jóvenes y se daban juramentos como compañeros de guerra. Ellos lo niegan, tal vez se encabronan. Les dice que trae en el bolsillo (casualmente) tres monedas de 10 pesos, al tiempo que las arroja sobre la mesa y permite que hagan su escándalo en la vajilla y la cristalería. El mesero acudirá enseguida para calmar la turba y se encargará de limpiar cada una de las monedas con un trapo húmedo, dejándolas relucientes, cosa más útil para el ejercicio.
Por una chispa neuronal que no debe cuestionar —si quiere saberlo: proviene de nuestra memoria ancestral de los primeros fundidores de hierro, en las cuevas de Etiopía— el efecto sonoro de las rodajas de metal sobre la porcelana recorrerá los vasos capilares de la corteza cerebral de sus amigos, tomando a contraflujo la sangre que venía en picada para auxiliar al estómago en sus labores, provocando en el ánimo de sus amigos la máxima determinación. Están listos para cualquier cosa.
—¡Lo dudas, pendejo, lo dudas!
Introduzca el reto: cumplir un juramento y ser honestos. Tomarán su moneda, subirán a la azotea del hotel y se colocará cada uno en una esquina, donde no puedan verse. Allí, ante el escrutinio de sí mismos, lanzarán volados. Quien obtenga tres águilas consecutivas será el ganador. Por ello deben jurarse máxima lealtad pues ninguno verá el volado de sus compañeros.
Aceptan. Vuelan sus monedas. Por reglas del azar, se calcula que cada quien tirará no menos de 194 monedas al aire. Su contorno dorado hará fluir jugos de valentía sobre la ciudad y reflejará chiripazos de luz... Justo cuando prepara su aterrizaje el avión de la Reina, quien inclinará su coronada cabeza a una de las ventanillas y supondrá que la plebe muestra su alegría con el rito de espejuelos reservado para el Papa, que llega hoy. Y alzará una ceja.
II. Otras máquinas infalibles.
. . . . . . . . . . .
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mr_phuy@mail.com
Se requiere un hotel (mínimo 4 estrellas) ubicado a no más de 1 kilómetro del aeropuerto, tres monedas de 10 pesos y la visita próxima del Papa.
Los elementos arriba descritos son irreplazables, pero no bastan. Para alzar, así sean cuatro milímetros, la deslumbrante ceja de la Reina, pedimos a Ud. su valiosa cooperación. Lo único que debe hacer para que ruede esta infalible máquina, es reunir a dos de sus más allegados amigos en el desayunador del hotel, para conversar después de todos estos años. El ejercicio se ha probado en una cantina, en una barra, en un interrogatorio clandestino, en un club hípico, pero nada supera al desayunador de hotel cercano al aeropuerto.
Se verán desconcertados por el punto higiénico y, digamos, femenino, donde los ha sitado. Esto ayuda bastante. El hecho de que ser tres los reunidos pesa más de lo que Ud. se imagina. Es el equilibrio justo entre intimidad y complicidad, según lo afirman reconocidos terapeutas. Se ha comprobado que una reunión de dos termina mucho antes de lo esperado y en ella se comparte muy poco. Una plática entre dos —le llaman pareja esporádica— limita al interlocutor y lo expone a un ping-pong idiomático que sobrelleva echando mano de la improvisación, la astucia y el exhibicionismo. Esto sin menoscabo de las teorías de la convivencia en pareja del Dr Lucifer Gorganzola (Cfr. su obra El carrusel del Yo) y su tesis de la integración mimética.
Entonces, reunirse tres. Cuando se hayan retirado los platos sucios y tenga cada uno su taza de café (válido también: té y cerveza), solicite al mesero una vajilla de porcelana, fácil de obtener en cualquier hotel que se precie, añadiendo un halago que puede ser:
—Hombre, tener a ustedes aquí, no es para menos.
Deje que los meseros remodelen su entorno. Encárgese Ud. de transportar a sus amigos al pasado común, mueva los filamentos de la ausencia y de la nostalgia, nada del otro mundo. Sólo hay que hablar un poco de Manuela, la chaparrita de cabello suelto que esgrimía una sonrisa que tapizaba de diamantes el patio de la escuela y podía verse resplandecer desde cualquier mesabanco del salón. O ennoblecer al fallecido Vicente, que emigró a Texas en los años ochenta y murió en un accidente automovilístico por imprudencia de un chofer de la U-Haul, cuando, al final de una ruda temporada de fracturas y lodazales, recibió el enorme trofeo de campeones que ahora, en sus memorias, se prolonga tres dorados pisos más y parece más alto y más dorado.
Es cosa de minutos. Uno de sus amigos renegará del presente.
—Ésos eran equipos. No como los de hoy.
Introduzca el reto. Ud. les apuesta que con los años han perdido espíritu, que no los cree capaces de mantener la palabra y el honor como lo hacían entonces, cuando eran jóvenes y se daban juramentos como compañeros de guerra. Ellos lo niegan, tal vez se encabronan. Les dice que trae en el bolsillo (casualmente) tres monedas de 10 pesos, al tiempo que las arroja sobre la mesa y permite que hagan su escándalo en la vajilla y la cristalería. El mesero acudirá enseguida para calmar la turba y se encargará de limpiar cada una de las monedas con un trapo húmedo, dejándolas relucientes, cosa más útil para el ejercicio.
Por una chispa neuronal que no debe cuestionar —si quiere saberlo: proviene de nuestra memoria ancestral de los primeros fundidores de hierro, en las cuevas de Etiopía— el efecto sonoro de las rodajas de metal sobre la porcelana recorrerá los vasos capilares de la corteza cerebral de sus amigos, tomando a contraflujo la sangre que venía en picada para auxiliar al estómago en sus labores, provocando en el ánimo de sus amigos la máxima determinación. Están listos para cualquier cosa.
—¡Lo dudas, pendejo, lo dudas!
Introduzca el reto: cumplir un juramento y ser honestos. Tomarán su moneda, subirán a la azotea del hotel y se colocará cada uno en una esquina, donde no puedan verse. Allí, ante el escrutinio de sí mismos, lanzarán volados. Quien obtenga tres águilas consecutivas será el ganador. Por ello deben jurarse máxima lealtad pues ninguno verá el volado de sus compañeros.
Aceptan. Vuelan sus monedas. Por reglas del azar, se calcula que cada quien tirará no menos de 194 monedas al aire. Su contorno dorado hará fluir jugos de valentía sobre la ciudad y reflejará chiripazos de luz... Justo cuando prepara su aterrizaje el avión de la Reina, quien inclinará su coronada cabeza a una de las ventanillas y supondrá que la plebe muestra su alegría con el rito de espejuelos reservado para el Papa, que llega hoy. Y alzará una ceja.
II. Otras máquinas infalibles.
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junio 19, 2003
I Hazme olvidar el nombre.
Ayer conocí de primera mano a Eve, la primer homínida jamás existente, madre de orden superior para todos nosotros, la portadora de la secuencia DNA que sirvió de patron para el resto de seres humanos —no sólo los diecinueve mil millones que hoy pueblan la Tierra, sino los habidos y por haber hace 200,000 años—. La conozco por uno de sus dientes, que tengo en mi poder.
Lo encontré por casualidad. No digo donde. Y es mío. Lo llevo en la guantera del Nissan entre resortes que encierran incógnitas del universo, Chiclets Adams siempre mentolados y una rondana que debo colocar sepa dios en qué pliegue del motor, a falta de la cual se origina un molesto susurro metálico desde 1999. En la esquina más congestionada de la ciudad, abro la guantera —en la que nunca hubo guantes— para esculcar y hallar el diente puntiagudo de Eve. Se ven tan sano. No termino de admirarlo.
No pienso donar el hallazgo a ninguna puta asociación, colegio o insitututo norteamericano de paleontología, ingeniería genética, prosodia u ortografía. Digo ortografía porque el diente que hallé es un canino, el que utilizamos en esas mordiditas de reflexión al dudar si poner S o Z en tropezón, suela y ramalazo.
No sé si está completo. Mas bien parece un fragmento. Lo digo en base al único canino que habia visto anteriormente, el de Horacio Santillán, que brinco fuera de su boca por un zurriagazo del puño izquierdo de Omar Urias Ramsés, quien venía más desarrollado que el resto en Quinto de Primaria y cuya zurda era cosa del demonio, siempre dispuesta a reventar maxilares y desforrar spirols.
El diente voló en nauseabundo espectáculo, cayendo a centimetros de mí, trazando una aureola de todopoderoso en Omar Urias Ramsés, a quien mando un afectuoso saludo y deseo se encuentre bien, lo más lejos posible. El huesito debió medir tres centímetros. Luego supimos por el Profesor Bustos que se trataba justamente de un canino, que todos llevamos puesto un par y que el niño Horacio iba a extrañar el suyo, sobre todo en los desayunos. El de Eve, con la misma apariencia de monolito, mide casi el doble.
II Chica dragón. Te creías importante.
Me parece tonto que los paleontólogos bauticen Eve a la primer hembra de nuestra especie. Ha costado 150 años que la sociedad asuma, mal que bien, el origen devenido del hombre a raíz de un chimpance indisciplinado que se entretuvo sumando y restando los plátanos del racimo en lugar de comerlos y arrojar la cáscara. Ahora que estamos de acuerdo, estos científicos revitalizan el debate religioso, lo que hace pensar en el modo de sus escuelas particulares y siembra de nostalgia sus ensayos de divulgación (uno reciente, de media densidad, es “The recent African genesis of humans” publicado en agosto en Scientific American por Rebecca L Cann y Allan C Wilson).
Ahora que lo pienso, el canino de Eve y el de cualquier mamífero no deja de ser un trozo. Odiaría que hallaran un trozo de mí. Más aún dentro de 200,000 años por un grupo de investigadores que irán a entretenerse meses en armar el puzzle de mi cuerpo, untando pegamentos estériles a un ritmo estúpido.
Porque no tengo mejores ideas, me dispongo a grabar en el hueso de Eve la letra de la canción mas irritante posible, con un ruidoso vibrador punta de acero que pertenecía a mi abuelo, con el que aprendimos a personalizar sus escopetas. Estoy entre la apertura del álbum Pre-Millenium Tension de Tricky y “Marmalade” de The Geraldine Fibbers. Pero “Marmalade” no irrita, es una lindura, ora que lo pienso.
Así que, como nebulosa hija de Heidegger —el tipo que logró tal fidelidad en su estilista que lo hacía cruzar mensualmente el Sahara, sólo para afeitarlo—, se interpuso aquello de los tejados color bermellón de Amanda Miguel en “Castillo”, lujoso pop gótico. Me dispuse a grabar la canción entera, con letra diminuta. Tomé una lupa. Me recargué en el caballete del abuelo, que huele inconfundiblemente a anís (colócate anís una semana en las axilas).
Entonces pude verlo tal cual era y lo que descubrí me destrozó. Apenas la punta de acero tocó el antiquísimo diente de Eve, éste reventó en ciento quince birutas de hueso que tuve que enumerar, encapsular en bolsitas de Ziplock y enviar con una disculpa y un breve recuento de lo sucedido al Instituto Valenciano de Antropología, que devolvió su agradecimiento con una biografía ilustrada del monje Gregorio Méndel, uno de los hominídos más brillantes de la historia, tan familiar de la changa Eve como tú y como yo.
. . . . . . . . . .
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Ayer conocí de primera mano a Eve, la primer homínida jamás existente, madre de orden superior para todos nosotros, la portadora de la secuencia DNA que sirvió de patron para el resto de seres humanos —no sólo los diecinueve mil millones que hoy pueblan la Tierra, sino los habidos y por haber hace 200,000 años—. La conozco por uno de sus dientes, que tengo en mi poder.
Lo encontré por casualidad. No digo donde. Y es mío. Lo llevo en la guantera del Nissan entre resortes que encierran incógnitas del universo, Chiclets Adams siempre mentolados y una rondana que debo colocar sepa dios en qué pliegue del motor, a falta de la cual se origina un molesto susurro metálico desde 1999. En la esquina más congestionada de la ciudad, abro la guantera —en la que nunca hubo guantes— para esculcar y hallar el diente puntiagudo de Eve. Se ven tan sano. No termino de admirarlo.
No pienso donar el hallazgo a ninguna puta asociación, colegio o insitututo norteamericano de paleontología, ingeniería genética, prosodia u ortografía. Digo ortografía porque el diente que hallé es un canino, el que utilizamos en esas mordiditas de reflexión al dudar si poner S o Z en tropezón, suela y ramalazo.
No sé si está completo. Mas bien parece un fragmento. Lo digo en base al único canino que habia visto anteriormente, el de Horacio Santillán, que brinco fuera de su boca por un zurriagazo del puño izquierdo de Omar Urias Ramsés, quien venía más desarrollado que el resto en Quinto de Primaria y cuya zurda era cosa del demonio, siempre dispuesta a reventar maxilares y desforrar spirols.
El diente voló en nauseabundo espectáculo, cayendo a centimetros de mí, trazando una aureola de todopoderoso en Omar Urias Ramsés, a quien mando un afectuoso saludo y deseo se encuentre bien, lo más lejos posible. El huesito debió medir tres centímetros. Luego supimos por el Profesor Bustos que se trataba justamente de un canino, que todos llevamos puesto un par y que el niño Horacio iba a extrañar el suyo, sobre todo en los desayunos. El de Eve, con la misma apariencia de monolito, mide casi el doble.
II Chica dragón. Te creías importante.
Me parece tonto que los paleontólogos bauticen Eve a la primer hembra de nuestra especie. Ha costado 150 años que la sociedad asuma, mal que bien, el origen devenido del hombre a raíz de un chimpance indisciplinado que se entretuvo sumando y restando los plátanos del racimo en lugar de comerlos y arrojar la cáscara. Ahora que estamos de acuerdo, estos científicos revitalizan el debate religioso, lo que hace pensar en el modo de sus escuelas particulares y siembra de nostalgia sus ensayos de divulgación (uno reciente, de media densidad, es “The recent African genesis of humans” publicado en agosto en Scientific American por Rebecca L Cann y Allan C Wilson).
Ahora que lo pienso, el canino de Eve y el de cualquier mamífero no deja de ser un trozo. Odiaría que hallaran un trozo de mí. Más aún dentro de 200,000 años por un grupo de investigadores que irán a entretenerse meses en armar el puzzle de mi cuerpo, untando pegamentos estériles a un ritmo estúpido.
Porque no tengo mejores ideas, me dispongo a grabar en el hueso de Eve la letra de la canción mas irritante posible, con un ruidoso vibrador punta de acero que pertenecía a mi abuelo, con el que aprendimos a personalizar sus escopetas. Estoy entre la apertura del álbum Pre-Millenium Tension de Tricky y “Marmalade” de The Geraldine Fibbers. Pero “Marmalade” no irrita, es una lindura, ora que lo pienso.
Así que, como nebulosa hija de Heidegger —el tipo que logró tal fidelidad en su estilista que lo hacía cruzar mensualmente el Sahara, sólo para afeitarlo—, se interpuso aquello de los tejados color bermellón de Amanda Miguel en “Castillo”, lujoso pop gótico. Me dispuse a grabar la canción entera, con letra diminuta. Tomé una lupa. Me recargué en el caballete del abuelo, que huele inconfundiblemente a anís (colócate anís una semana en las axilas).
Entonces pude verlo tal cual era y lo que descubrí me destrozó. Apenas la punta de acero tocó el antiquísimo diente de Eve, éste reventó en ciento quince birutas de hueso que tuve que enumerar, encapsular en bolsitas de Ziplock y enviar con una disculpa y un breve recuento de lo sucedido al Instituto Valenciano de Antropología, que devolvió su agradecimiento con una biografía ilustrada del monje Gregorio Méndel, uno de los hominídos más brillantes de la historia, tan familiar de la changa Eve como tú y como yo.
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junio 13, 2003
Presentación de Lejos del noise,
Libro de relatos de Rafa Saavedra (Moho Editores, 2003).
Texto leído en:
* Parroquia de Santa Clara, Colonia de Maipú, Chile. Mayo 29.
* Galería Adolph Gottlieb, Estocolmo, Suecia. Junio 2.
* Centro Cultural, Tijuana, México. Junio 12.
Es cosa de volteretas. He contado, hasta el día de ayer, ventiséis reseñas de Lejos del noise publicadas en Internet, además de por lo menos cien comentarios, aproximaciones, escupitajos y urras de todos colores. Desde la malsoñada fan que pregunta al autor “¿Por qué permites que una editorial afee tanto tu trabajo?”, hasta el lector incondicional de América del Sur que se ofrece para traducirlo a cuatro idiomas —aunque sabemos que Lejos del noise está escrito en cuatro idiomas— y compara al narrador de “Got. No. Time” con los himnos breves pero musculosos de Fugazi y Minor Threat.
El tercer libro de Rafa también llamó la atención a un grupo de médicos de Nuevo León que aprovechó los recesos del XVI Congreso Nacional de Hospitales y Clínicas contra la Osteoporosis para comentar Lejos del noise, bajo seudónimos hechos con ampoyeta y gasa, como era de esperarse. Black Diafragma alega que el relato “The problem with us” es un chantaje a las autoridades a raíz de la línea “¿Cómo retomar el timón de una vida so fucked up?”
Último Bisturí opina que Rafa escribió su libro en un procesador de palabras con alto nivel de triglicéridos, y asegura haber sufrido tal estremecimiento en la lectura que envió sus condolencias a Moho Editores y mantuvo a su familia en cuarentena. El úlitmo de los doctores, Mitocondria, que escribe con el tono grisáceo de los jubilados, habló desde el naturalismo y no dudo en clasificar a Rafa Saavedra como miembro de una especie en extinción.
Y aquí detuve la búsqueda. Qué cosa más light. Lo que sabemos de la extinción de las especies ha sido suavizado hasta el melodrama. Por un lado tenemos al eslabón perdido, que por décadas confundimos con el Sasquatch que luchaba contra Lee Majors, un salvaje de peluche comportándose como niño chiquito, y hoy se nos dice, por el contrario, que el eslabón perdido era una horda con tortícolis que fue abriéndose paso por las costas europeas mediante genocidios, mutilaciones y limpiezas étnicas que hacen ver Servia-Herzegovina como un clip del Discovery Kids. Mientras tanto el panda gigante, acosado por la piedad institucional de los civilizados, es indiferente al esfuerzo de tantos zoólogos que se queman las pestañas buscándole el punto G mientras el buen oso, que ve pasar los años mascando bambú con tal pachorra, no tiene ganas de reproducirse.
Envié al doctor Mitocondria un mail con estos argumentos, obviamente sin respuesta. La vara de los principios narrativos ve con malos ojos la escritura de Rafa, a pesar del feeling intoxicante y radioactivo que se contagia. Si tomamos como ciencia exacta la obra de escritores formados y formadores como Daniel Sada o Luis Humberto Crosthwaite, lo de Rafa es pura especulación. Una especulación que deja respirando las páginas de cada uno de sus libros y que lo mantiene fiel a tres o cuatro certezas de vida que no conozco, pero que intuyo aproximadamente.
Por hablar de calificación, doy a Lejos del noise un 7 en frescura, un 6 en ósmosis inversa, un 8 en siniestralidad y un 9 en la prueba del Carbono 14, la más ruda, que va en relación a su fecha de caducidad, que no se ve muy próxima. Es un libro irregular, pero esto es lo de menos. Lejos del noise reafirma el deseo de ver un volumen antológico con los mejores textos de Rafa, entre los cuales estarán sin duda “Ultrapop”, “Rollercoaster”, “Got. No. Time” y “Pánico en Iketa”, además de anteriores como “@” y “Vómito en el freeway”. Será una bomba.
Y luego esta lo otro. La definición del género, que implica una discusión aburridísima y fuera de caso, y el rol generacional, sea que se tome en serio o no a Rafa como micrófono ambulante de los afectos colectivos. “Rollercoaster” es de una integridad apabullante, no sé qué tan conciente, de una generación fiestera pero desangelada por la que el narrador siente una cariñosa antipatía y cuyo soundtrack natural es obra de los Happy Mondays. Con una advertencia: estoy seguro que Rafa no busca suscribirse en una generación determinada, pero esa tendencia genial a mixear imágenes, siempre en plural de primera persona, hace de cada texto un manifiesto. Mitad credo, mitad fobia, mitad ganas de seguir bailando.
Sólo en “Rollercoaster” hay 93 referencias al No. Entre caídas, arrepentimientos, soledades, retornos, retadrdos, sombras, negativas, contraórdenes, cegueras y arrebatos. Rafa, cuál es la frecuencia. No estás poniendo atención: no estoy aquí. No estás poniendo atención: esto no está sucediendo. No estás poniendo atención: mátame Sara. Rafa, cuál es el método. Uno muy divertido y fértil es que no te consideras escritor sino una especie de impostor mediático con el cerebro en shuffle.
A la literatura se le quiere, pero puede ir a chingar a su madre. Alguien pide a Rafa su colaboración para equis revista cultural, de sociales o fanzine de pasillo, y él despacha en minutos como se despachan tacos (él mismo lo define así). Todo nace con un detonador, que suele ser una pregunta:
a) Y tú qué prefieres, ¿una pluma húmeda o una lengua líquida?
b) ¿Qué harías con un metro cuadrado de velcro?
c) ¿Cuál es tu serial-killer favorito?
d) ¿Cómo metes dos hipócritas en un gabinete chino?
La respuesta se concatena bien o mal, pero llega después de un recorrido a toda velocidad, un zig-zag que te invita a bajar en la primera estación o a sostenerte con fuerza para esos espirales y esos loops. En el mejor de los casos. Porque en vez del paseo, puede venir una confrontación acerca de tu posición ante la vida, la fiesa y la ciudad, sus tres grandes carabelas.
La escritura de Rafa Saavedra fija los parámetros de latitud y longitud para muchos que estamos ahí, como satélites. Puede que sus textos estén (cómo decirlo) subproducidos, con ruido intencional pero también ruido que debilita y confunde, pero al escribir Rafa dirige su lámpara alrededor y entonces ve a los demás, en uno u otro cuadrante, mirándolo de reojo como referencia, y en algunos casos, como verdadero eje. Rafa es el Ecuador. Si deja de escribir, nos descoloca a todos.
Como sucede a Rafa con “Hearth of glass” de Blondie, Lejos del noise me hace sentir feliz. Aunque al llegar al final del libro haya olvidado la mitad de las imágenes y una hora después el 90%. Aunque de 16 relatos sólo 2 sean inmortales, 2 sustanciosos, 3 interesantes, 3 mejorables y 6 en la semana yo te marco. Pero aún en los relatos más débiles como “You can´t win” y “Fade in, Fade out”, hay una línea que inquieta.
Porque hay mucho de actitud en esto. Un buen cuento debe lograr ser leído y un mal cuento debe ser vigorosamente malo. A Rafa no le importa demasiado si Lejos del noise gustó, pero le emociona ver cómo reunió a esta gente. Lo cual es importante para él aunque no mucho más que un abrazo, una postal llegada de la Antártida o una pieza de pan dulce del AM/PM a las 3:40 de la madrugada, cosa tan común.
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Libro de relatos de Rafa Saavedra (Moho Editores, 2003).
Texto leído en:
* Parroquia de Santa Clara, Colonia de Maipú, Chile. Mayo 29.
* Galería Adolph Gottlieb, Estocolmo, Suecia. Junio 2.
* Centro Cultural, Tijuana, México. Junio 12.
Es cosa de volteretas. He contado, hasta el día de ayer, ventiséis reseñas de Lejos del noise publicadas en Internet, además de por lo menos cien comentarios, aproximaciones, escupitajos y urras de todos colores. Desde la malsoñada fan que pregunta al autor “¿Por qué permites que una editorial afee tanto tu trabajo?”, hasta el lector incondicional de América del Sur que se ofrece para traducirlo a cuatro idiomas —aunque sabemos que Lejos del noise está escrito en cuatro idiomas— y compara al narrador de “Got. No. Time” con los himnos breves pero musculosos de Fugazi y Minor Threat.
El tercer libro de Rafa también llamó la atención a un grupo de médicos de Nuevo León que aprovechó los recesos del XVI Congreso Nacional de Hospitales y Clínicas contra la Osteoporosis para comentar Lejos del noise, bajo seudónimos hechos con ampoyeta y gasa, como era de esperarse. Black Diafragma alega que el relato “The problem with us” es un chantaje a las autoridades a raíz de la línea “¿Cómo retomar el timón de una vida so fucked up?”
Último Bisturí opina que Rafa escribió su libro en un procesador de palabras con alto nivel de triglicéridos, y asegura haber sufrido tal estremecimiento en la lectura que envió sus condolencias a Moho Editores y mantuvo a su familia en cuarentena. El úlitmo de los doctores, Mitocondria, que escribe con el tono grisáceo de los jubilados, habló desde el naturalismo y no dudo en clasificar a Rafa Saavedra como miembro de una especie en extinción.
Y aquí detuve la búsqueda. Qué cosa más light. Lo que sabemos de la extinción de las especies ha sido suavizado hasta el melodrama. Por un lado tenemos al eslabón perdido, que por décadas confundimos con el Sasquatch que luchaba contra Lee Majors, un salvaje de peluche comportándose como niño chiquito, y hoy se nos dice, por el contrario, que el eslabón perdido era una horda con tortícolis que fue abriéndose paso por las costas europeas mediante genocidios, mutilaciones y limpiezas étnicas que hacen ver Servia-Herzegovina como un clip del Discovery Kids. Mientras tanto el panda gigante, acosado por la piedad institucional de los civilizados, es indiferente al esfuerzo de tantos zoólogos que se queman las pestañas buscándole el punto G mientras el buen oso, que ve pasar los años mascando bambú con tal pachorra, no tiene ganas de reproducirse.
Envié al doctor Mitocondria un mail con estos argumentos, obviamente sin respuesta. La vara de los principios narrativos ve con malos ojos la escritura de Rafa, a pesar del feeling intoxicante y radioactivo que se contagia. Si tomamos como ciencia exacta la obra de escritores formados y formadores como Daniel Sada o Luis Humberto Crosthwaite, lo de Rafa es pura especulación. Una especulación que deja respirando las páginas de cada uno de sus libros y que lo mantiene fiel a tres o cuatro certezas de vida que no conozco, pero que intuyo aproximadamente.
Por hablar de calificación, doy a Lejos del noise un 7 en frescura, un 6 en ósmosis inversa, un 8 en siniestralidad y un 9 en la prueba del Carbono 14, la más ruda, que va en relación a su fecha de caducidad, que no se ve muy próxima. Es un libro irregular, pero esto es lo de menos. Lejos del noise reafirma el deseo de ver un volumen antológico con los mejores textos de Rafa, entre los cuales estarán sin duda “Ultrapop”, “Rollercoaster”, “Got. No. Time” y “Pánico en Iketa”, además de anteriores como “@” y “Vómito en el freeway”. Será una bomba.
Y luego esta lo otro. La definición del género, que implica una discusión aburridísima y fuera de caso, y el rol generacional, sea que se tome en serio o no a Rafa como micrófono ambulante de los afectos colectivos. “Rollercoaster” es de una integridad apabullante, no sé qué tan conciente, de una generación fiestera pero desangelada por la que el narrador siente una cariñosa antipatía y cuyo soundtrack natural es obra de los Happy Mondays. Con una advertencia: estoy seguro que Rafa no busca suscribirse en una generación determinada, pero esa tendencia genial a mixear imágenes, siempre en plural de primera persona, hace de cada texto un manifiesto. Mitad credo, mitad fobia, mitad ganas de seguir bailando.
Sólo en “Rollercoaster” hay 93 referencias al No. Entre caídas, arrepentimientos, soledades, retornos, retadrdos, sombras, negativas, contraórdenes, cegueras y arrebatos. Rafa, cuál es la frecuencia. No estás poniendo atención: no estoy aquí. No estás poniendo atención: esto no está sucediendo. No estás poniendo atención: mátame Sara. Rafa, cuál es el método. Uno muy divertido y fértil es que no te consideras escritor sino una especie de impostor mediático con el cerebro en shuffle.
A la literatura se le quiere, pero puede ir a chingar a su madre. Alguien pide a Rafa su colaboración para equis revista cultural, de sociales o fanzine de pasillo, y él despacha en minutos como se despachan tacos (él mismo lo define así). Todo nace con un detonador, que suele ser una pregunta:
a) Y tú qué prefieres, ¿una pluma húmeda o una lengua líquida?
b) ¿Qué harías con un metro cuadrado de velcro?
c) ¿Cuál es tu serial-killer favorito?
d) ¿Cómo metes dos hipócritas en un gabinete chino?
La respuesta se concatena bien o mal, pero llega después de un recorrido a toda velocidad, un zig-zag que te invita a bajar en la primera estación o a sostenerte con fuerza para esos espirales y esos loops. En el mejor de los casos. Porque en vez del paseo, puede venir una confrontación acerca de tu posición ante la vida, la fiesa y la ciudad, sus tres grandes carabelas.
La escritura de Rafa Saavedra fija los parámetros de latitud y longitud para muchos que estamos ahí, como satélites. Puede que sus textos estén (cómo decirlo) subproducidos, con ruido intencional pero también ruido que debilita y confunde, pero al escribir Rafa dirige su lámpara alrededor y entonces ve a los demás, en uno u otro cuadrante, mirándolo de reojo como referencia, y en algunos casos, como verdadero eje. Rafa es el Ecuador. Si deja de escribir, nos descoloca a todos.
Como sucede a Rafa con “Hearth of glass” de Blondie, Lejos del noise me hace sentir feliz. Aunque al llegar al final del libro haya olvidado la mitad de las imágenes y una hora después el 90%. Aunque de 16 relatos sólo 2 sean inmortales, 2 sustanciosos, 3 interesantes, 3 mejorables y 6 en la semana yo te marco. Pero aún en los relatos más débiles como “You can´t win” y “Fade in, Fade out”, hay una línea que inquieta.
Porque hay mucho de actitud en esto. Un buen cuento debe lograr ser leído y un mal cuento debe ser vigorosamente malo. A Rafa no le importa demasiado si Lejos del noise gustó, pero le emociona ver cómo reunió a esta gente. Lo cual es importante para él aunque no mucho más que un abrazo, una postal llegada de la Antártida o una pieza de pan dulce del AM/PM a las 3:40 de la madrugada, cosa tan común.
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